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La chica de Time Square

  • @joshdiceque
  • Sep 14, 2016
  • 3 min read


Molly no tuvo oportunidad cuando el segundo golpe de Pete conecto directamente en su quijada, el impacto fue tal que su cabeza reculo como la .45 que Pete detonaba hacía apenas 10 años atrás en el corazón de Berlín durante la entrada de los aliados a la toma de la célebre capital nazi.


Hacía tiempo ya que había quedado atrás todo eso, Time Square había apagado sus luces hacia muchas noches para ellos, ya nada quedaba del heroísmo ni del romance con el que algún día brindaron y juraron promesas de amor eterno; Tal vez el único pecado para Molly fue creer en el amor, el amor según le inculcaron en una cultura paternalista con dejos de machismo donde ella era la esposa trofeo, la perfecta madre suburbana que espera pacientemente con la ginebra a que su marido regrese de su trabajo de 09:00 a 18:00. No, el pecado de Molly fue el grave crimen de ser mujer, ella se convirtió en un ente que por cuenta propia valía poco más que el ser una simple enfermera en un mundo de hombres, hombres que veían su profesión como algo muy distante de ser algo respetable o que causara admiración, sino más bien con la ternura y risa que causa cuando el hijo menor se pone los zapatos de su padre y finge irse a trabajar.


Pero esa noche ni todos los pasteles de manzana ni las pantuflas calentándose junto a la chimenea a la par de la pipa cargada de tabaco podrían salvar la situación, a Molly le pudieron haber enseñado como quitar una mancha de vino de una camisa blanca o como bordar el apellido de su esposo (que ahora resultaba ser también el de ella) sobre prácticamente cualquier cosa, pero a Molly nunca le dieron una sola clase de autoestima, de autonomía, de independencia, ninguna herramienta para razonar o cuestionar todo en un entorno donde la sumisión es recompensada, y donde su nivel de felicidad y pertenencia debía depender de la distancia a que ella se encontrara de su cocina, por ello cuando su marido comenzó a ser cada día más distante física y emocionalmente con ella no supo que hacer más que sonreír y asentir ante todo como siempre lo había hecho, como le habían enseñado, como era su obligación, tampoco supo que hacer cuando aquel hombre de ojos avellana y porte de caballero que había conocido esa fría tarde de un Jueves de otoño en el supermercado comenzó con ella el juego del cortejo, el cual siempre tiene un dejo más interesante y adictivo cuando es indebido o clandestino, finalmente sucumbió ante la ignorancia de cómo manejar la situación cuando su esposo se enteró de los múltiples encuentros que su mujer había sostenido con aquel hombre, y no supo más que hacer que lo que le habían enseñado toda su vida, dejar que su hombre guiara la situación.


Esa noche los brazos de su esposo la rodearon por última vez, es una pena que ese día no se encontrara alguna de sus antiguas compañeras de carrera cerca para contener la hemorragia que emanaba de la herida en su cabeza que toscamente rompía y discordaba con su belleza refinada y que se había ocasionado después de que su cráneo golpeara el duro suelo. Molly cayó como una víctima colateral que la guerra se cobraba una década después. Sobre un charco de su propia sangre resaltaba aún más el color de sus labios carmesí intenso de los que un hilillo de sangre bajaba hasta contrastar de un vivido blanco del collar de perlas que aun lucían alrededor de su cuello, no importaron los posteriores golpes que causaron las desafortunadas contusiones que terminaron por extinguir su vida, solo importo que Molly cumplió su papel en esta vida de principio a fin, un rol secundario, un papel sumiso y callado a la disposición de su propietario ante los ojos de dios y de la sociedad, menos mal que hace ya 60 años de esa lamentable noche y esa bárbara y retrograda sociedad está muy distante a la nuestra ahora…

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